Aquella mañana
de un día cualquiera, el sol mostraba su vestido más esplendoroso, dejando caer
una amalgama de rayos de luz que ponían a sonreír y bailar con suma
alegría las flores del jardín en el patio trasero de aquel hogar integrado por
una hermosa familia de cinco miembros, es decir tres hijos y sus padres. Ese
día el padre jugaba con su hijo de 7 años, el cual correteaba y reía por la
grata compañía que le prodigaba su progenitor; pero de repente se le ocurrió a
este, interrumpir dicho instante, para llevarle una flor, la cual cultivó de su
jardín, a su esposa junto al niño. Ésta sonrojada por ese gesto colectivo de
amor, le concedió besos y abrazos a ambos, como señal de gratitud por tan
maravillosa sorpresa.
Después
de un tiempo de haber pasado ese detalle tan significativo; una noche en la
habitación conyugal dichos esposos estaban discutiendo acaloradamente; las
paredes de la casa, se estremecían por el efecto de las palabras emotivas y sin
control, que vertía el esposo de sus labios, convertidas éstas, en vientos
huracanados e iracundos, ganándole en ruidos a lo que expresaba la esposa. Por
lo que traspasados los muros, su hijo pequeño ¡sí! el de 7 años se enteró de lo
que ocurría y de inmediato se trasladó al patio de su casa en búsqueda de una
flor, cortando la misma; se dirigió con pasos resueltos y seguros a la
habitación de sus padres, e interrumpiendo de manera tierna y valiente
aquel momento tempestuoso, se introdujo diciendo: permiso, y depositando dicha
flor en las manos de su progenitora, agregó mami, te amo, te quiero…
Este gesto
creó una atmósfera de silencio en donde cualquier mosquito volando
causaba ruido; el padre enmudecido ante esa actitud tan gallarda de su hijo más
pequeño, decidió no continuar con esos gritos tan irritantes o resquebrajosos,
y se calmó.
Transcurridos los días en aquella
familia, luego de aquel no grato momento, donde parecía que fruto de las
labores o actividades cotidianas todo andaba bien; volvió a repetirse el enfrascamiento
de una controversia entre la pareja de esposos, esta vez con mayor
crudeza verbal y tensión, en donde salían expresiones tan fuertes y severas que
producían la inaudita impresión de empalidecer la hermosa decoración y el
encanto que allí había.
Es que el rugido estruendoso del esposo
ahogaba las palabras y el sollozo profuso de la esposa, haciendo tornar de
imperceptible la reacción de ésta. Su incontinencia verbal era tal, que se transformaba
en lavas volcánicas dañando con paso destructor el respeto mutuo que debe
existir en una relación, arrasando con la madurez y la comunicación
efectiva que debe primar en el seno de la familia, marchitando severamente la
convivencia sana y armoniosa del hogar y poniendo en riesgos la salud
espiritual de sus hijos.
Y entonces ocurrió algo que se pensaba
que estaba olvidado, cuando su hijo más pequeño, nuevamente fue a buscar otra
flor en el jardín, e introduciéndose en donde se encontraban sus padres, con cara de preocupación más dos lágrimas negras
que brotaban de sus ojos, pidió permiso, y se dirigió con mucha timidez donde
su madre, le hizo entrega de la flor, con voz cohibida le dijo: te amo mami y
luego la cubrió con un fuerte abrazo, cual
si fuese un escudo de amor.
Al observar el papá esta acción,
sentimientos rápidos de culpabilidad se asomaron en su mente y su corazón, se sintió
muy avergonzado, pero a la vez muy
orgulloso de su infante; por lo que llorando intensamente se cuestionó en su
interior con dureza; y de inmediato decidió responsablemente asumir cambios como
esposo y padre.
Lo primero que reflexionó
valientemente, fue analizar y cuidar, lo que siembra en sus hijos; que como muy
bien expresa el poeta y escritor filosófico ingles James Allen, “el hombre
cosecha los frutos dulces y amargos que él mismo siembra”.
Tambien determinó exigirse y esforzarse
por ser mejor persona, padre y esposo cada día. Planteándose a si mismo, sacrificar
ese “yo” que estaba causando tantos daños en quienes decía amar. Es que sin decisión
de cambio ni sacrificio puede haber crecimiento, mejora o progreso.
Luego pidió perdón a su esposa, prometiendo no
volver a repetir esas aptitudes que no las hacían feliz. Entonces se conjugaron
en un solo abrazo de reconciliación, sirviendo esta experiencia como
aprendizaje y oportunidad de lograr tener una familia sana y un matrimonio
feliz. La flor como cómplice y espectadora desde la mesita en que estaba, sonreí sin parar.
Al pasar el tiempo, fruto de la
constancia y esfuerzo, ya cumplieron diecinueve (19) años de casados, y él
envuelto en pensamientos tomando una taza de té, recuerda con suma gratitud la flor que le cambió.
Ángel Gomera