Ligera llovizna
envolvía la noche, en aquel lugar en donde el silencio sentado en una mecedora,
fumando una pipa con anhelos de paz, luchaba por mantener la calma ante el
intenso y apasionado canto coral de distintos grillos, que elevando su cri – cri
con tanta frecuencia, pretendían no importunar la noche, ni mucho menos
impregnar aires de complicidad, ante el llanto amargo de una mujer, que
momentos antes había sido golpeada por su esposo; de ninguna manera eran sus
intenciones, sino más bien, querer transformar aquel lúgubre momento.
Días antes, a ese
hombre, se le había acercado alguien, a invitarle a una charla que versaba
sobre el amor en la familia y el matrimonio; este negándose respondió: para que
ir, si él estaba bien. En otro momento cercano a ese triste acontecimiento,
también se le había invitado a un taller sobre resolución de conflictos en la
familia, cultura de paz en el hogar y manejo de ira, y de igual manera con un
ejercicio de soberbia y egocentrismo dijo: ¡que para qué! Si él lo hacía bien, y además que le iban a enseñar.
Lo lamentable es que él se creía que lo estaba
haciendo tan bien, aunque quizás nunca
se imaginó que su oropel machista era
observado muy de cerca por su hijo más pequeño de apenas seis años, quien
reaccionando al tratar de consolar a su madre, ésta hecha un río de lágrimas
negras y atiborrada de sufrimientos, a
causa de aquel infame que en vez de colmarla de felicidad y amor, marcaba su
vida con el dolor y la desesperanza, le
dijo sin timidez ninguna con un vaso de agua en sus manitos: toma mami y no te preocupes que
cuando yo sea grande voy a matar a mi papá! Pero ese hombre envuelto en su altivez, con ínfulas de un ¨todo lo sabe¨, a lo mejor
dejándose arrastrar por un pasado amargo e infausto, repetía y repetía que él
vive bien, pero dentro de unos años va a tener que defenderse de su propio
hijo. Es que tal como bien expresa San Agustín de Hipona: ¨La soberbia no es
grandeza, sino hinchazón; y lo que esta hinchado parece grande, pero no está
sano¨.
No reconocer la
soberbia conlleva a destruir tu propia vida y las de los que te rodean. Por lo
que una actitud valiente, inteligente y humilde, es procurar la ayuda oportuna
que te direccione al mundo de lo racional.
Cuantas historias
así, se están escribiendo en nuestra sociedad día tras días, llenando de vacíos
y llagas de grandes dimensiones emocionales a hijos convertidos en victimas por
una paternidad irresponsable, y con la
posible amenaza de que repliquen esos patrones, de no ser intervenidos a tiempo
con procesos restaurativos. Esto se convierte en un desafío apremiante de todos
y todas, por lo que es deber involucrarnos de la mano con políticas públicas
definidas, integrales y permanentes en el ámbito familiar.
Ahora bien, para que los
diseños de esas políticas tengan resultados efectivos y eficaces, debemos como
ciudadanos de manera particular, asumir el compromiso ineludible ante el estado
y la familia, de ser garantes de una educación en valores partiendo de su vivo
ejemplo, sin nunca olvidarnos que como dijo Sigmund Freud: No creo que haya ninguna
necesidad más grande en la niñez que la de la protección de un padre.
De ahí que como
progenitores es necesario cuidar
nuestros pasos, si nos desviamos del camino, rectificar a tiempo, si un pasado
se interpone, romper la atadura y agarrarse del presente con miras al futuro,
siempre estar dispuesto a escuchar para comprender sin validar los pretextos, saber
que tengo el poder de influenciar positiva y negativamente en aquellos seres que
están pisando mis huellas y recordar que sin tener la capa de Superman siempre podrás
ser el héroe que esperan los tuyos. ¡Ama
y así no te preocuparas!
Ángel Gomera